Ledo Ivo embiste

junio 23, 2020 Sergio Gómez Reátegui 0 Comments


Presentamos una breve selección de poemas del enorme escritor  brasileño Ledo Ivo.
Disfrútenlo.


LOS POBRES EN LA ESTACIÓN DE AUTOBUSES

Los pobres viajan. En la estación de autobuses
ellos  estiran el cuello como gansos para buscar los letreros del ómnibus. Y sus miradas
son las de quien teme perder alguna cosa:
la maleta que guarda una radio a pilas y una chaqueta
que tiene el color del frío un día sin sueños,
el bocadillo de mortadela en el fondo de la bolsa
y el polvoriento sol de suburbio más allá de los viaductos.
Entre el rumor de los altavoces y el jadeo de los autobuses
ellos temen perder su viaje, oculto en la niebla de los horarios.
Los que dormitan en los bancos despiertan asustados,
aunque las pesadillas sean un privilegio
de los que abastecen los oídos y el tedio de los psicoanalistas
en consultorios asépticos como el algodón que tapona la nariz
de los muertos.
En la cola los pobres adoptan un aire grave,
mezcla de temor, impaciencia y sumisión.
¡Qué grotescos son los pobres!
¡Y cómo nos incomoda su olor incluso de lejos!
Tampoco tienen noción de los modales ni saben comportarse
en público.
Con el dedo manchado de nicotina se restriegan el ojo irritado
que apenas retuvo del sueño una legaña.
Del seno caído e hinchado se escurre un hilo de leche
hacia la pequeña boca acostumbrada al llanto.
En el andén van o vienen, saltan y  amarran maletas y paquetes,
hacen preguntas  inoportunas en las ventanillas, susurran
palabras misteriosas
contemplan las portadas de las revistas con el aire
sorprendido
de quien ignora el camino hacia el salón de la vida.
¿Por qué ese ir y venir? ¿Y esas ropas estrafalarias,
esos amarillos de aceite de palma que hacen daño a la delicada
vista
del viajero obligado a soportar tantos hedores incómodos,
y esos agresivos rojos de feria y parque de atracciones?
Los pobres no saben viajar ni saben vestirse.
Tampoco saben vivir: no tienen noción del confort
aunque algunos hasta tengan televisión.
En verdad, los pobres no saben ni morir.
(Tienen casi siempre una muerte fea y poco elegante.)
Y en cualquier parte del mundo ellos resultan incómodos,
Viajeros inoportunos que ocupan nuestros asientos
incluso cuando estamos sentados y ellos viajan de pie.


EL BOMBERO

Los vespertinos de hoy divulgan con rapidez la muerte del bombero João Cristóvão da Silva
acontecida durante el violento incendio de ayer.
Nunca más volveremos a verlo en su coche rojo
junto a las escaleras que subían hacia el cielo y hacia el fuego.

En Méier, alguien llorará al compañero muerto.

El luchaba contra el fuego. Y amaba el peligro.
Salvó niños, y una fotografía lo sorprendió sobre un tejado que
se desplomaba.

Era el marinero del fuego.

En Méier, quedará la compañera
que João Cristóvão da Silva acariciaba con sus manos todavía
calientes
de los innumerables incendios sofocados,
un tenedor retorcido sobre el silencio
y los periódicos donde se habla
de aquel a quien la muerte robó al anonimato ardiente de lo
mágico.

João Cristóvão da Silva, la única víctima del impresionante
incendio de ayer,
evitó que las rosas fuesen devueltas por el fuego a su presencia
en lo increado, trabajaba imparcialmente, salvando al mismo tiempo el
piano y la fruta, los archivos jurídicos y las mecedoras.
Purificado por el fuego y citado en el orden del día,
hoy él es tan solo una sustancia mineral.

De ahora en adelante, cuando haya incendios,
en el coche rojo de bomberos habrá un asiento vacío.

En memoria de ese profesional del fuego ayer desaparecido,
en una iglesia de Méier alguien se arrodillará
y le pedirá a Dios que libre al bombero
del otro fuego.


CAVALO MORTO

En Cavalo Morto las muchachas acostumbran a salir de paseo con los soldados. Y luego a quererse. Sucede entonces algo inverosímil: después de hacer el amor, bordan en las nubes, con un alfabeto azul y blanco, el nombre de los enamorados: José,
Antônio, Manuel, João.
Las muchachas vuelven más jóvenes de esos amores entre la
maleza. Regresan intrépidas, excitadas por el filtro de la luna.
Y para ellas no hay ya exigencias, cobardías, acontecimientos.
Sólo existen los soldados del batallón.
En agosto, enero, igual en septiembre, las muchachas aman en
Cavalo Morto. Pasan abrazadas a sus enamorados y dejan en la arena del camino algo como un rastro de espuma o velo. Los
soldados no saben hacer sonetos, ipero cómo aman!
De noche, Cavalo Morto nunca está despoblado. Y si pasas un día por allí y oyes voces, risas y gemidos de amor, no te asustes por miedo a los fantasmas. Son las muchachas amándose con los soldados en Cavalo Morto.


VALS FÚNEBRE DE HERMENGARDA

Aquí estoy, junto a tu sepultura, Hermengarda,
para llorar tu pobre y pura carne que ninguno de nosotros vio
pudrirse.
Otros vendrán lúcidos y enlutados,
pero yo vengo bebido, Hermengarda, yo vengo borracho.
Y si mañana encontráramos la cruz de tu fosa tirada en el suelo,
no fue la noche, Hermengarda, ni tampoco fue el viento.
Fui yo.

Quise amparar mi embriaguez bajo tu cruz
y rodé hacia la tierra donde reposas
triste, aunque cubierta de  flores.

Aquí estoy, junto a tu tumba, Hermengarda,
para llorar nuestro amor de siempre.
No es la noche, Hermengarda, no es el viento.
Soy yo.


LAS PALABRAS DESTERRADAS.

Los poetas son sepultureros que entierran palabras
y se contentan con algunas migajas del diccionario.
Criaturas frugales, no admiten que las palabras brillen como
luces de navíos
contempladas desde la playa blanca de la página,
desde la playa trivial de la vida.
Les exigen que sean sumisas como las fieras domadas de un
circo
o que lleven por traje el hábito de los franciscanos.
Pero en la noche helada que las constelaciones arrastra
las palabras desterradas se levantan de sus tumbas
y, en el espacio reservado a las fulguraciones perpetuas,
Componen el gran poema del universo.


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